lunes, 18 de abril de 2011

ory pro nobis












Yo fui uno de aquellos jóvenes que vivió la transición española subido a una motocicleta, que gustaba leer poemas, atravesar fronteras y rechazaba todo cuanto oliera a sotana y cuartel. Con estas coordenadas vitales era previsible que mis lecturas nunca fueran politicamente correctas, y como tantos otros jóvenes de mi edad abracé con entusiasmo y devoción los versos encendidos de Rimbaud, Verlaine o Baudelaire, los aullidos literarios de los beatniks, las canciones disolutas y efervescentes de Dylan, Cohen o Brassens, abrí mis pupilas desorbitadas hacia el nuevo cine alemán, el neorealismo italiano y la nouvelle vague, porque la España que nos querían heredar olía a naftalina y olvido por los cuatro costados.

Yo tenía veinte años en 1979, y el ánimo preciso para ir a contracorriente o morir, para amar y armar cuantas revoluciones quedaran pendientes. Y un día de aquel año, un año normal que comenzó en lunes en el calendario gregoriano, alguien trajo un libro de poesía que nos fuimos pasando de mano en mano, una antología titulada “Metanoia”, de un poeta español desconocido entonces para nosotros, atípico y próximo a pesar de la edad, los treinta y cinco años que nos separaban, llamado Carlos Edmundo de Ory, nacido en Cádiz, fundador de dos movimientos literarios: Postismo e Introrrealismo, de quien decían que era bibliotecario y vivía su particular autoexilio en la localidad francesa de Amiens.

Los poemas de ese libro, a pesar de los años, transcurridos sonaban a nuevo, nos alejaban del rancio y estrecho paisaje dibujado por la, entonces oficial, poesía española contemporánea. Sus versos jugaban con nuestra sensibilidad, nos llenaban de emoción y ternura carnal y abrían puertas que nos permitían avanzar en esa singular travesía poética, demoliendo tópicos y cadenas. Era uno de los nuestros: “Tengo sed de alcantarillas / y de cerveza bendita” (1). Por si fuera poco el libro se cerraba con una suerte de fotografías-collages que nada tenían que ver con los convencionalismos estéticos a los que nos tenían acostumbrados los manuales de literatura universal, además de una especie de epigramas que bajo el nombre de “Mínimas (Aerolitos)” nos recordaban las pintadas callejeras con las que solíamos decorar las calles grises de aquella España taciturna.

Al curador de la edición, Rafael de Cózar, lo conocí años más tarde, pero nunca tuve la suerte de bucear en ese mar profundo que probablemente Ory tenía en su mirada, esa mirada de noches en vela y soledades aciagas. Yo nunca estreché la mano del poeta, ni compartí versos, vino ni recuerdos con el hombre de los Aerolitos, no puedo hablar de su amistad, de su persona, del hombre sino de la poesía, de cuanto logró transformar y cambió la nuestra, la de aquellos jóvenes airados que vimos en sus versos la luz que permite recorrer caminos todavía ocultos y dolorosos. Leímos en complicidad cada uno de sus poemas y nos fuimos pasando los libros que poco a poco íbamos encontrando. Hacernos con ellos se convirtió en una auténtica pasión, una pasión nada fácil, porque durante años las ediciones de los poemas de Carlos Edmundo de Ory, por alguna extraña razón, se hacían difíciles de conseguir en nuestra ciudad.

Las librerías de segunda mano del casco antiguo de Valencia eran nuestro principal arsenal, allí fuimos desenterrando uno tras otro, casi todos sus libros: “Lee sin temor”, “Poesía 1945-1969”, “Poesía abierta”, “Diario”, “Técnica y llanto”, “La flauta prohibida”, “Energeia”, “Basuras”, o “Mephisboseth en onou”. Entre las palabras que le dedicaban sus mentores y prologuistas, como Félix Grande, Jaume Pont o Rafael de Cózar y amigos como Juan José Téllez, fui haciéndome una idea aproximada del calibre humano de un autor cuya dignidad encajaba como anillo al dedo con nuestra rebeldía y determinación por no ser ni decir lo que tocaba y era preceptivo.

En la primavera de ese mismo año aquel grupo de jóvenes entusiastas con ínfulas de poeta, decidimos editar una pequeña revista literaria bajo el poco ortodoxo nombre de “Bananas”, nuestro peculiar homenaje a la película homónima de Woody Allen y una provocación en regla al buen gusto y los convencionalismos literarios del momento. Para publicitar la revista editamos una tarjeta en cuyo reverso podía leerse uno de los aerolitos de Ory, cual proclama de nuestra aventura poética, “Aprende a ser colectivo, a ser anónimo” (2). Luego vino la vida, y como no podía ser menos, nos fue marcando a cada cual un tiempo y un lugar. Las devociones se convirtieron en resistencia, los sueños dejaron paso a las pesadillas y el mundo se hizo de pronto más pequeño, “El hombre es un animal que miente” (3).

La revista desapareció dos años más tarde, en 1981, pero los versos de Ory, sus pequeñas-grandes lecciones fueron y siguen siendo hoy un punto de referencia, esa inflexión de cuanto creemos a pie juntillas y apenas se sostiene con pies de barro. Ahora creo que el poema bien destilado se hace Ory, y Ory hace de la poesía un lugar más habitable. En su lectura sigo encontrando la misma frescura y vitalidad que provocó en mi la primera vez que lo leí, como los buenos vinos su poesía no sólo resiste bien el paso del tiempo, sino que mejora y adquiere nuevos matices con la edad. El Ory que leo hoy, treinta años más tarde, destila humanidad y me recuerda que “De noche nadie debe dormir solo” (4), así pues tu, Carlos Edmundo, tu que seguramente estás en alguno de los cielos y conoces ya el error de todos nuestros versos, sigue alimentando los sueños, y reza por nosotros, Ory pro nobis

uberto stabile


(1)“España mística” pág. 222 “Metanoia”, edición de Rafael de Cózar (Ediciones Cátedra, Madrid 1978)
(2)“Mínimas (Aerolitos)” pág. 312 “Metanoia”
(3)“Mínimas (Aerolitos)” pág. 314 “Metanoia”
(4)“Mínimas (Aerolitos)” pág. 312 “Metanoia”