martes, 20 de marzo de 2012
coordenadas de antonio moreno montero
Antonio Moreno Montero
Coordenadas...
Latinoamérica empieza en Ciudad Juárez. De diciembre de 1999 a febrero del año entrante, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince recorrió buena parte de Egipto para escribir un libro de viajes que tituló Oriente empieza en El Cairo (2002); el título proviene de una afirmación hecha por Gustave Flaubert cuando a mitad del siglo XIX viajó a Egipto para tener al alcance de la mano lo exótico y lo enigmático, la sensualidad que Europa añoraba. Para el ensayista palestino Edward Said, Oriente es un concepto y un discurso que pone en juego una red de intereses y poderes en detrimento del mismo concepto. Desde el punto de vista de Occidente, siguiendo a Said, en el mundo árabe campea el despotismo, el esplendor y la crueldad. Con respecto a Latinoamérica, y aun cuando se trate de imponer una percepción contaminada por el estereotipo, la indiferencia y la ignorancia, nunca ha dejado de ser ese vasto territorio geográfico y lingüístico que la constituye como una narración cultural hecha de mezclas, pero en la que cabe desafortunadamente la barbarie y el horror.
Leí el libro de viajes de Abad Faciolince cuatro años antes de que el gobierno mexicano le declarara la guerra al crimen organizado, y al cabo de meses Ciudad Juárez se convirtiera en una auténtica zona de desastre. Oriente empieza en El Cairo forma parte de la Colección Año Cero, impulsada por la editorial Mondadori en el año 2000, en la que comprometió, con el nuevo milenio en curso, a ocho autores en lengua castellana a viajar a las capitales mundiales más importantes: Rodrigo Fresán viajó a la ciudad de México; Roberto Bolaño, a Roma; Gabi Martínez, a Nueva York; Rodrigo Rey Rosa, a Madrás; José Manuel Prieto, a Moscú; Santiago Gamboa, a Pekín, y Lala Isla, a Londres. Como se indica en la cuarta de forros: realidad y ficción se conjugan en las novelas cortas y largas, crónicas calidoscópicas o diarios de viaje. En 2008 retorné a la frontera, después de una larga estancia en la Universidad de Kansas, en Lawrence, año en el que empecé a gestar un proyecto similar al emprendido por los directores de la Colección Año 0. En la Universidad de Texas en El Paso, institución donde impartí dos cursos de literatura en el semestre de primavera de ese mismo año, conocí a varios escritores sudamericanos que cursaban allí estudios de postgrado, quienes no sólo aceptaron inmediatamente las condiciones del proyecto, sino que me conectaron con otros escritores del Cono Sur que habían manifestado mucho interés por Ciudad Juárez. A medida que el diálogo fue fructificando me percaté que cada quien hablaba de una ciudad distinta; al mismo tiempo que recordé las palabras de Bruce Chatwin—“Se viaja literariamente”—, percibí que las opiniones vertidas mostraban los resortes de Ciudad Juárez, a los cuales había que asirnos para ingresar a una realidad real e identificable, pero estos paulatinamente eran superados por las emociones: antes que nada, Ciudad Juárez era para ellos un sitio que ofrecía la posibilidad de reanudar aventuras culturales que la texana ciudad de El Paso les negaba, que era dueño de contrastantes paisajes urbanos y de un fulgor tonificante que solo la hospitalidad puede dar. Los resortes estaban allí a la vista de todos, pero entre la descripción y el proceso de narrar o atestiguar una experiencia compleja (el mercado Juárez, el desierto de Samalayuca, la Catedral, el museo de la Ex Aduana, el parque Chamizal, la casa de Juan Gabriel, sus cantinas legendarias y bares míticos, el río moribundo y los puentes internacionales), Ciudad Juárez ingresaba a otra dimensión, no es que se volviera irreal o incomprensible sino que al momento de escucharlos la ciudad se revestía de un ánimo alimentado por una imaginación puramente literaria.
Decidí entonces imaginar un libro dividido en dos partes; que la primera aglutinara las crónicas de autores extranjeros que estuvieron de paso por la ciudad, a modo de imponerle una carácter nómade al libro, pero no ajena a la ciudad; y la segunda parte, como contraste, donde la ciudad representara el papel de una vieja conocida, estaría formada por las crónicas de autores mexicanos que habían nacido en ella, vivido o la habían visitado alguna vez. El propósito no era confrontar miradas para deducir posteriormente que la ajena es, en estos casos, más certera que la mirada autóctona; la idea era mostrarle al futuro lector que el mapa que ubica Ciudad Juárez es una superposición de otros mapas, trazado por paisajes secretos y ciertos enigmas sublimes; y en la medida de lo posible, estemos de paso o no, el mapa nos pertenece a todos. Dejamos de lado el revólver humeante y el cuchillo entre los dientes para explorar otros horizontes menos hostiles. De modo que la advertencia fue: la violencia no podía ser en esta ocasión la protagonista, había que darle importancia a la sutil reacción que el ser humano experimenta en sus andanzas cotidianas en la ciudad, y la manera en que lo aparentemente imperceptible puede enriquecerle los sentidos, bajo el entendido que toda crónica es un viaje y una indagatoria.
Después de que el colombiano Luis Carlos Ayarza planteara la posibilidad de indagar la ciudad desde una casa de empeño en El Paso, cuyos clientes cruzan a menudo la frontera para dejar en prenda sus ajuares; y el peruano César Silva-Santisteban delineara su recorrido a partir de un itinerario sometido a la perturbada lógica de las funerarias, se unieron a este vagabundeo urbano las argentinas Betina González, Premio Clarín de Novela, y la cineasta María Bern; así como la uruguaya Eleonora Achugar, la cuentista colombiana Andrea Salgado y el mexicano Yuri Herrera, finalista del Premio Rómulo Gallegos 2011. La nómina se incrementó con la incorporación de la brasileña María Alzira Brum, los poetas Miguel Ángel Chávez Díaz de León y Enrique Cortazar, el
narrador colombiano Enrique Rodríguez Araujo, la poeta y académica Verónica Grossi, el crítico y narrador cubano José Prats Sariol, los narradores Pedro de Isla y Blas García Flores, el crítico y narrador Mauricio Montiel Figueiras, los periodistas Ignacio Alvarado Álvarez y Jorge Humberto Chávez Ramírez, y los académicos Max Parra, Maarten van Delden y Socorro Tabuenca. Gracias a la intervención del poeta Jorge Humberto Chávez Díaz de León, fundador del Encuentro Internacional de Escritores Literatura en el Bravo, accedieron colaborar el novelista y cuentista David Ojeda, el poeta y editor valenciano
Uberto Stabile, el poeta uruguayo Alfredo Fressia, el poeta cubano-español Rodolfo Häsler, el poeta y editor José Ángel Leyva y el novelista Élmer Mendoza. Sobre la crónica de Ricardo Aguilar Melantzón (1947-2004), que corresponde a su novela autobiográfica A barlovento (1999), me tomé el atrevimiento de seleccionar aquellas impresiones sobre Ciudad Juárez que mejor encajaban en este proyecto.
A pesar de los cataclismos infames de la hora, Ciudad Juárez sigue conservando un aire cultural inquietante. No creo que corran peligro sus mitos fundacionales (desde Cabeza de Vaca hasta Fray García de San Francisco), ni tampoco sus credos subversivos e insondables (desde Benito Juárez hasta Pancho Villa). Las ciudades erigidas sobre discursos épicos y religiosos, que es una idea generalizada, viven emociones cíclicas; y cada cierto tiempo, definido por el azar, la fuerza natural que las constituye se desborda.
De acuerdo al lenguaje gráfico del momento, Ciudad Juárez vive en la zozobra, esto es como tratar de silbar contra el viento en medio del fuego cruzado. Los mitos fundacionales donde los haya (esos que nos ayudan a formar nuestro mundo diario), nos demuestran plenamente que esta ciudad conserva un mecanismo que la convierte en un campo de disputas episódicas de toda índole, pero por sus efemérides nos damos cuenta que hay ciertos hechos que no carecen de dramatismo; porque no hay mito sin barbarie.
Luego del ataque sorpresa de las tropas revolucionarias en alianza ofensiva, en mayo de 1911, hace poco más de un siglo exactamente, ocurrieron combates atroces durante tres días continuos en la ciudad. Con la derrota de las tropas federales, sobrevino la fusilata, el pillaje y el alboroto. A cientos de kilómetros de allí, en el mismo estado de Chihuahua, en el pueblo de Tomóchic, pero veintitantos años atrás (1891), prosperaba una cierta herejía entre sus habitantes, y al mismo tiempo, una disconformidad colectiva en contra del sistema de repartición de las tierras nacionales. Como los habitantes del pueblo de Béziers, en el Languedoc, cuna de la herejía cátara en el siglo XII, los tomochitecos que eran a su vez sediciosos y herejes, por su devoción a la Santa de Cabora, fueron aniquilados por el ejército de Porfirio Díaz. La inmolación de un pueblo, por un lado, y el heroísmo de un ejército insurgente, de otro, no representan hechos aislados sino que, respectivamente, anticipan y consolidan el conflicto armado conocido como la Revolución Mexicana.
Ahora implica una espiral de violencia sin precedentes, cuyo excesivo espectáculo de crueldades cotidianas (como los fusilamientos en la vía pública, detonaciones de explosivos, ejecuciones, decapitaciones, incendios, extorsiones, secuestros, el robo de autos a mano armada y tiroteos a la orden del día), es decir, terrorismo a secas, concentra una realidad en estado puro, más allá de lo cinematográfico, y que por lo mismo sobrepasa la estética del western urbano. En un filme de vaqueros, por lo menos, los crímenes no suelen quedar impunes. El caso supone y exige una tipificación emocional: neurosis urbana. Desde que el presidente de México en turno le declaró la guerra al crimen organizado, hasta la militarización peliculesca de casi todo el norte del país, Ciudad Juárez pasó a ser la población más violenta del mundo. Y de cierta manera, en esta confrontación estratégica, que parece ser el único empeño de dicho gobierno, se ha derramado mucha sangre inocente.
Desde su fundación hasta la actualidad, Ciudad Juárez ha sido objeto de seducciones, pero también de horror y de perversiones. Estos dos polos originan una tensión casi metafísica al momento de plantear sobre la ciudad un buen juicio crítico, y objetivamente fiable, de cara a la coyuntura del momento. Se han publicado muchos libros recientemente, algunos de ellos estupendos como La guerra por Juárez (Alejandro Páez Varela e Ignacio Alvarado Álvarez, et al., 2009) y Murder city : Ciudad Juarez and the global economy’s new killing fields (Charles Bowden, 2010), cuyos autores exploran con toda la firmeza periodística esos dos rostros emocionales de Ciudad Juárez. Aunado a este vínculo, dentro de la misma escena social fronteriza, está presente el tema de los feminicidios, sostenido por una serie de eventualidades dramáticas que fomenta cierta paranoia hipocondriaca. En La ciudad de las muertas: la tragedia de Ciudad Juárez (Marcos Fernández y Jean-Christophe Rampal, 2008), se pone de manifiesto que la ciudad, en el lapso de casi veinte años a la fecha, se tornó en la capital mundial de crímenes en contra de mujeres. Siguen esta misma cobertura temática Huesos en el desierto (Sergio González Rodríguez, 2002) y Homicidios y desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez: análisis, críticas y perspectivas (Martín Gabriel Barrón Cruz, et al., 2004). Del mismo modo que estas producciones culturales plantean al lector diferentes miradas y evaluaciones de las causas y efectos de los feminicidios, la desgracia adquiere
su propio relieve y traza ya no secretamente una trayectoria dialéctica que la posiciona, aunque no lo queramos, por encima del accidente.
En otro terreno y con el desafío a lo real propiamente estético, Roberto Bolaño, ángel tutelar de una cofradía literaria que lleva su mismo nombre, fabuló y conjuró sobre el tema en la novela 2666 (2004). En La parte de los crímenes, Bolaño narra los feminicidios en SantaTeresa (Ciudad Juárez), y al hacerlo, transmite la sensación al lector de estar poniendo un pie dentro de una atmósfera diabólica. En Entre paréntesis (2004), un libro misceláneo hecho de notas y declaración de principios, cuenta el escritor chileno que el asesinato impune de mujeres es otra forma del mal y de la corrupción; y también, una metáfora de México y del futuro incierto de toda Latinoamérica. Carlos Monsiváis, un hombre dotado para el género de la crónica, sostuvo en algún lugar que las ciudades que hacen frontera con los Estados Unidos son ciudades de avanzada. Lo que ellas generan culturalmente, poco tiempo después, se esparce hacia el resto del país.
Las anomalías e infortunios sociales que padece hoy Ciudad Juárez, en efecto, condenables, no son la totalidad del mundo, sino que forman parte de un percance. Me gustan las ciudades manejables, y también me atrae de ellas su perfil decadente y disoluto, una dualidad que nos ilustra referencias sensibles, por la manera que el sujeto establece sus contactos al momento de estar en medio de las cosas, con sus límites y contradicciones.
Nos queda la cita literaria de Jack Kerouac sobre Ciudad Juárez, que es memorable, para tratar de articular un marco en torno a este libro de crónicas en el que concurren el asombro y la curiosidad ante los usos y costumbres de la gente que habita una vasta ciudad, con sus espejismos circunstanciales, la canalla urbana, quimeras, variedades del color local, deidades nocturnas, síndromes y patologías culturales, al igual que el estilo excepcional de usar el idioma:
"Dean y Marylou aparcaron el coche cerca de Van Horn y follaron mientras yo dormía. Me desperté precisamente cuando rodábamos por el tremendo valle de Río Grande, a través de Clint e Ysleta hacia El Paso. Marylou saltó al asiento trasero, yo al delantero y continuamos la marcha. A nuestra izquierda, pasamos los vastos espacios de Río Grande, estaban las áridas y rojizas montañas de la frontera mexicana, la tierra de los tarahumaras; un suave crepúsculo jugaba en las cimas. Delante se veían las lejanas luces de El Paso y Juárez, sembradas por un inmenso valle tan grande que se podían ver varios trenes humeando al mismo tiempo en diversas direcciones como si aquello fuera el Valle del Mundo. Descendimos a él" (192).
No sé si lo escrito por Kerouac sea una exageración o una imprecisión, pero estoy seguro que ese Valle del Mundo que él oteó, reúne un cruce de dos caminos, y no es extremado afirmar que las dos ciudades (Ciudad Juárez-El Paso) comparten orígenes comunes y algunas vicisitudes históricas. Las crónicas literarias aquí compiladas tienen como propósito mostrar varios de los rostros posibles de la ciudad, exceptuando aquellos que ya han sido investigados como la violencia feminicida y la violencia entre narcos y militares.