domingo, 27 de julio de 2008

fresas con nata



Nunca supe su verdadero nombre. Sólo recuerdo aquella fresa tatuada coronando la cima de su delicioso monte de Venus. Mínima, fugaz y perfectamente dibujada, tan real que sentí como la boca se estremecía con la simple idea de tenerla a mi alcance. Cruzamos las miradas sin pronunciar palabra alguna. Humedeció su dedo índice en aquellos labios que nunca pronunciaron ningún te quiero, y a continuación lo hundió con premeditada lentitud en un tarro de nata montada. Después llevó el dedo sobre su pubis y marcó de blanco la pequeña fruta roja que tanto había deseado. La nata no tiene azúcar fue todo lo que alcanzo a decir antes de convertirnos en una bola de besos, caricias y fresas con nata.
Amanecía, la miré por última vez. Seguía dormida. Levanté con suavidad la sábana para admirar una vez más el tatuaje. Dejé el dinero en la mesilla y salí procurando no hacer ruido. Mi camión estaba aparcado frente al Motel. Al ir a cerrar la puerta la vi de pie junto a la ventana. Llevaba el cabello recogido. Una mano sujetaba la sábana que le cubría el pecho y con la otra se llevó una fresa a la boca. Sonrió mientras me despedía mostrando la fresa entre sus labios. Nunca nos volvimos a ver. Hay placeres que deberían tener denominación de origen.