domingo, 30 de diciembre de 2007

inquietante tabú



Escribo poesía porque no sé escribir música. Si algún Dios se hubiera apiadado de mi, antes me hubiera concedido el don de interpretar los sonidos de la naturaleza. Expulsado de ese Paraíso me dedico a escribir poemas como un proscrito en busca de la música perdida, esos mínimos versos cotidianos que hablan de lo que me urge y añoro, el debe y haber de quién prefiere morir soñando que vivir dormido.

En mis poemas conviven el tiempo fugitivo y el amor cumplido, la delincuencia del deseo y todas las contradicciones que hacen de mí un ser político y caótico. Creo en el amor como fuente de toda resistencia y entrega, metáfora de cuanto singular y plural convive dentro de mí. Es el intermedio entre lo divino y lo humano, esa razón que me libra de ser sólo una razón de ser.

Me preocupa el mundo en el que vivo, el lugar dónde lo habito y el amor con que lo hago, y es este amor el que aligera las maletas del tiempo, y escribe la música de mis olvidos.

Mis ojos son los de un niño que no deja de sorprenderse frente a la turbadora armonía de la naturaleza humana. Me interesa más la emoción que la perfección, el duende que el príncipe, el milagro que la fe. Sólo así puedo entender que un poema de amor se convierta en un acto radical, de resistencia, de compromiso con la realidad y más allá, de compromiso con las ideas, con los sueños, con las utopías.